MINISTRAMOS AL TEMPLO O MINISTRAMOS A DIOS

En el pulpito

Sean todos nuestros hermanos y hermanas bienvenidos.

"MINISTRAMOS AL TEMPLO O ..."

MINISTRAMOS AL TEMPLO O MINISTRAMOS A DIOS

Por Watchman Nee

Lectura bíblica: Ez. 44:9-26, 28, 31; Lc. 17:7-10

Estos dos pasajes bíblicos nos muestran dos actitudes diferentes que uno puede manifestar ante Dios. Antes de examinar la Palabra de Dios bajo Su luz en estos dos asuntos, es necesario que entendamos cuáles son nuestras responsabilidades y cuál es el enfoque continuo de Dios para con la iglesia en esta era.

Hermanos y hermanas, permítanme preguntarles específicamente: ¿A quién ministran ustedes en realidad, a los creyentes o a Dios? ¿Cuál es el centro de nuestra labor, la obra misma o el Señor? Existe una enorme diferencia entre estos dos ángulos. Ministrar al templo es totalmente diferente de ministrar a Jesucristo. En la actualidad vemos que muchas personas ministran y sirven, pero están en el atrio, es decir, no se han acercado a la mesa. Son muchos los que ministran al templo y no al Señor. Sin embargo, el Señor busca continuamente un ministerio que se dirija exclusivamente a Él. Su deseo no es que nosotros hagamos Su obra. Ciertamente laborar, arar la tierra y criar ganado es importante, pero estas actividades no son lo que el Señor busca. El busca un ministerio o servicio dedicado exclusivamente a Él. El desea que Sus siervos le ministren y le sirvan a Él. Cuán felices son aquellos que pueden ministrarle a Él.

Quisiera describir la diferencia entre estas dos clases de ministerios. Examinemos estas dos porciones de la Palabra. Nuestra intención no es dar una explicación de las Escrituras, pues esto se ha convertido en una trampa para muchos creyentes espirituales. De hecho, nada ha perjudicado más a los creyentes espirituales que este asunto de explicar las Escrituras. Tenemos la idea de que siempre que hallamos dos versículos similares en la Biblia, podemos explicarlos, lo cual no es cierto. Descubramos primero la lección y luego la estudiaremos. Antes de estudiar, debemos aprender en la práctica cómo ministrar a Dios. Primero debemos conocer al Autor de la Biblia antes de leer el contenido de ésta. Si le damos a la Biblia la prioridad, fracasaremos. Por tanto, para empezar, quisiéramos declarar que nuestra intención no es explicar las Escrituras, sino aprender una lección práctica. Al referirnos a estos dos pasajes de la Palabra, queremos referirnos a las experiencias que debimos haber pasado y a las que ya pasamos.

Leemos en Ezequiel 44:11, 15-16: “Y servirán en mi santuario como porteros a las puertas del templo y sirvientes en el templo; ellos matarán el holocausto y la víctima para el pueblo, y estarán ante él para servirle… Más los sacerdotes levitas hijos de Sadoc, que guardaron el ordenamiento del santuario cuando los hijos de Israel se apartaron de mí, ellos se acercarán para ministrar ante mí, y delante de mí estarán para ofrecerme la grosura y la sangre, dice Jehová el Señor. Ellos entrarán en mi santuario, y se acercarán a mi mesa para servirme, y guardarán mis ordenanzas”. El versículo 11 es muy diferente de los versículos 15 y 16; existe una diferencia básica entre aquél y éstos. El versículo 11 habla de ministrar al santuario, mientras que los versículos 15 y 16 hablan de ministrar “a mí”; es decir, es un ministerio dirigido a Jehová. En hebreo la misma palabra que se traduce ministrar se usa en ambas porciones. Ante Dios había dos grupos de levitas. Aunque todos los levitas le pertenecían y eran parte de una misma tribu, en su mayoría sólo eran dignos de ministrar al templo; no obstante, había entre ellos una pequeña minoría, que no sólo incluía a los levitas sino también a los hijos de Sadoc, que podía ministrar “ante Mí”, o sea, ministrar a Jehová.

¿Sabe usted lo que es ministrar al templo y lo que es ministrar a Jehová? ¿Conoce la diferencia entre estas dos clases de ministerio? Muchos dicen que no hay nada mejor que ministrar al santuario. Es como si dijeran: “Ven cuánto me esfuerzo por extender mi obra, luchar por el reino, laborar en el nombre del Señor, llevar la responsabilidad de ayudar en la iglesia y cómo me empeño en ser un siervo de los hermanos. Hago todo lo posible por ayudar a los hermanos y las hermanas. Estoy dispuesto a ir a cualquier lugar para hacer que la iglesia florezca y la obra prospere”. Muchos piensan que es maravilloso salvar pecadores y traerlos a la iglesia, para que ésta crezca en número. Pero esto es solamente ministrar al templo. Existe otra clase de ministerio además de éste. A los ojos de Dios, además del ministerio dirigido al templo, existe un ministerio mejor. Nosotros ministramos no sólo delante del Señor sino también a Él. No sólo existe el ministerio que se hace en el templo, sino también el que se hace al acercarnos a Su mesa. No sólo ministramos delante del Señor, sino que ministramos al Señor, lo cual es un asunto muy diferente. Estas dos clases de ministerio son extremadamente diferentes entre sí. No hay ninguna similitud entre ellos. Si usted puede ver la diferencia que hay entre estos dos ministerios, comprenderá lo que el Señor siempre ha buscado. Evitemos la idea errónea de que ministrar al Señor significa desatender el templo. Mi intención es compartir que además del aspecto de ministrar al templo, existe un ministerio más profundo, que consiste en ministrar al Señor. Muchas personas sólo saben ministrar al templo, más no al Señor.

Permítanme formular algunas preguntas, en especial dirigidas a los colaboradores. ¿Con qué fin predicamos el evangelio? Deseamos ayudar a que la obra prospere, pero ¿cuál es en realidad nuestro fin? Salimos a predicar a muchos lugares, pero ¿con qué propósito lo hacemos? ¿A qué se dedican en realidad? ¿Tienen la esperanza de que más personas escuchen el evangelio? Sólo mencionaré las cosas buenas y dejaré a un lado las inferiores. No hay duda de que es bueno predicar el evangelio, salvar pecadores y ayudar al progreso espiritual de los hermanos y las hermanas. Hacemos lo posible por ser fieles en predicar y en perfeccionar a otros. Sin embargo, los ojos de muchos están fijos exclusivamente en los hermanos y hermanas. Esto es lo que significa ministrar al templo. Puesto que estamos ante la gente y le ministramos, nuestro ministerio está dirigido a ellos, no al Señor. Esto no significa que los que ministran al Señor deban dejar de ministrar a la gente, pues quienes ministran al Señor también sirven a los demás, aunque su única meta es el Señor. Ellos estiman al hombre por amor a Dios. De modo que no se concentran en el hombre solamente. Si uno entra a la presencia del Señor y se concentra sólo en El, espontáneamente puede ministrar a los hermanos. He ahí la gran diferencia.

En las siguientes secciones veremos la diferencia básica que existe entre ministrar al Señor y ministrar al templo. Luego veremos cómo se ministra al Señor y cómo se ministra al templo. Finalmente, veremos cuáles son los requisitos para ministrar al Señor.

  1. LA DIFERENCIA ENTRE MINISTRAR AL TEMPLO Y MINISTRAR AL SEÑOR

Debemos entender claramente que es posible no ver mucha diferencia entre ministrar al templo y ministrar al Señor. Puede ser que usted haga todo lo posible por ayudar a los hermanos, salvar a los pecadores, laborar diligentemente en la administración de la iglesia y exhortar a otros a que lean la Biblia y oren; es posible que haya sufrido mucho y haya sufrido persecución. Pero persiste la misma pregunta básica: ¿qué lo motiva a hacer todo ello? Esta pregunta depende de si el Señor ocupa el primer lugar en su corazón. Al madrugar para ministrar a los hermanos y hermanas, ¿dicen ustedes: ¿“Señor, hoy haré esto de nuevo por que te amo”? ¿O lo primero que piensan es que hacer eso es su deber, y que no les queda otra alternativa? Si tal es el caso, entonces actúan por obligación y no por el Señor. Al hacerlo sólo tienen en la mira a los hermanos y no al Señor. Sus motivos determinan su condición.

Francamente la obra tiene áreas que son agradables a la carne. Tomemos, por ejemplo, el caso de una persona que es activa por naturaleza y que se complace en hablar mucho. Si usted le pide que lo acompañe a predicar el evangelio, a viajar de pueblo en pueblo y a predicar en diversos lugares, estará muy contenta de hacerlo. Lo que motiva a esa persona a hacer aquellas cosas es el simple hecho de ser una persona activa y extrovertida. En realidad, no hace todo esto por causa del Señor, pues muchas veces cuando se encuentra con cosas que no le agradan, no las lleva a cabo, aunque sabe que es la voluntad del Señor. El temperamento que tiene por naturaleza se complace en predicar el evangelio; así que está contenta y piensa que ministra al Señor al llevar a cabo aquellas actividades. En realidad, dicha persona está ministrando al templo. ¡Existe una gran diferencia aquí! ¡En la obra del Señor hay áreas que parecen interesantes y atractivas a la carne! Cuando usted da un mensaje, muchos se acercan a escucharle. Al leer un pasaje de la Biblia, todos comentan cuán bien lo hizo. Al predicar el evangelio, muchos se salvan por medio de usted. Esto despierta su aprecio e interés.

Si estoy ocupado en quehaceres domésticos desde la mañana hasta la tarde, o si soy un obrero que trabaja bajo el incesante ruido de la maquinaria de una fábrica, o si soy un empleado y paso en una oficina desde la mañana hasta la tarde, o si limpio mesas y pisos o cocino todo el día, es posible que piense que estas actividades no tienen importancia. Pero si pudiera librarme de todo eso para dedicarme a la obra del Señor, ¡qué bueno sería! ¡Es posible que una hermana piense que quedarse en casa y cuidar a sus hijos, ser un ama de casa y hacer todas las tareas domésticas es muy aburrido! Si tan sólo pudiera quedar libre para dedicar más tiempo a las cosas espirituales, ¡cuán bueno sería! Pero esto es lo que le atrae a la carne, y no es una inclinación espiritual; es lo que traería deleite al yo.

Ojalá que podamos ver que gran parte de la labor y el servicio que hacemos delante de Dios no es una ministración al Señor. La Biblia nos habla de un grupo de levitas que servían en el santuario, pero sólo ministraban al templo, no a Dios. Ministrar al templo es muy similar a ministrar al Señor. Por fuera la diferencia es casi imperceptible. Aquellos levitas servían en el templo preparando las ofrendas de paz y los holocaustos. Esta era una tarea maravillosa. Supongamos que un israelita quería adorar a Dios y traerle una ofrenda de paz o un holocausto; él no podía presentar el animal en el lugar del sacrificio, pues ésa era la labor de los levitas. Ellos ayudaban al oferente sacrificando los animales. ¡Cuán bueno era esto! ¡Ellos también ayudaban a las personas a acercarse al Señor y conocerlo! Aún hoy, es una obra maravillosa poder guiar a un pecador a que se convierta, o ayudar a un creyente a que avance. Mientras los levitas ministraban, sudaban por la intensa labor. Ellos ayudaban a los demás a presentar las ofrendas del ganado o de las ovejas. Tanto la ofrenda de paz como el holocausto eran tipos de Cristo. Esto significa que ellos ejercían toda su energía para traer las personas al Señor. Es maravilloso conducir a alguien al conocimiento del Señor. Sabemos que la ofrenda de paz restaura la relación que existe entre el pecador y el Señor, mientras que el holocausto resuelve el problema que hay entre el creyente y el Señor. La ofrenda de paz nos muestra cómo se acerca un pecador al Señor, mientras que el holocausto alude a la consagración del creyente. La labor de los levitas no sólo consistía en hacer que los pecadores creyeran en el Señor, sino también que los creyentes se consagraran a Él. Esta era una obra maravillosa; era una actividad genuina, no la habían inventado ellos. Dios conocía la obra de ellos. Ellos verdaderamente ayudaban a otros a ofrecer las ofrendas de paz y los holocaustos. En realidad, traían salvación y proporcionaban ayuda al pueblo, y laboraban muy arduamente. No obstante, Dios afirma que ellos no le ministraban a Él.

Recuerden hermanos y hermanas que ministrar al Señor es mucho más profundo que guiar a los hombres al Señor y que ayudar a los creyentes a consagrarse a Él. Ministrar al Señor va más allá. A los ojos de Dios, guiar a los incrédulos al Señor, y a los creyentes a la consagración constituye el ministerio que se rinde al templo. Ministrar al Señor es algo más profundo. ¿Qué vemos cuando nos presentamos ante Dios? ¿Vemos pecadores que necesitan la salvación? ¿Vemos que debemos ayudar a los creyentes en su progreso espiritual? ¿O vemos algo más profundo? Mi meta aquí no es salvar a los pecadores ni ayudar a los creyentes. ¿Pueden ver esto? Temo mucho que algunos tal vez digan: “Si salvar pecadores y ayudar a los creyentes no es el centro de mi actividad, entonces ¿qué voy a hacer? No me queda nada por hacer”. ¿Tenemos acaso otra obra nosotros? Muchos hermanos sólo tienen esto. Muchos dicen: “Si no ayudo a otros ni predico la salvación, ¿entonces que he de hacer?” Fuera de estas cosas, dichos hermanos no tienen nada que hacer. Su obra está limitada al templo. Si usted les quita estas cosas, no tendrán nada que hacer.

Hermanos y hermanas, si entendieran en qué consiste la pesada carga que siento, podrían conocer la meta de Dios. Dios no tiene interés en un ministerio externo y destacado; tampoco busca la salvación de los pecadores. Su objetivo no es ni salvar a los hombres ni ayudar a los creyentes a ser más espirituales o a avanzar. Él tiene una sola meta, y ésta es que los hombres le pertenezcan exclusivamente a Él. En otras palabras, El desea que estemos delante de Su presencia y que le ministremos a Él. La meta de Dios no es una gran cantidad de actividades, sino El mismo.

Quisiera recalcar que no me preocupa si ofendo a alguien, pero sí temo que muchos salgan a predicar el evangelio con el único fin de ayudar a la gente, salvar a los pecadores y perfeccionar a los creyentes, sin tener el menor interés en ministrar al Señor. La meta de muchos de los que están en “el ministerio del Señor” no es otra que satisfacer sus propias inclinaciones y placeres; no soportan estar confinados, están llenos de energía y sienten la urgencia de mantenerse activos de muchas maneras a fin de estar contentos. Aunque den la impresión de estar ministrando a los pecadores y a los hermanos, interiormente están ministrando a su propia carne, pues si no están envueltos en toda esta actividad, no están contentos. No dudo que a estas personas les interese que el Señor esté satisfecho. Tal vez piensen que yo sólo deseo incomodarlos, pero lo que digo es cierto. Recuerden que hay muchas áreas en la obra del Señor que llaman la atención de nuestro hombre natural. Sin embargo, entregarnos a ello es muy perjudicial. Cuando vemos algo en la obra del Señor que por naturaleza nos atrae, inmediatamente lo llevamos a cabo, lo cual es bastante lamentable. Por esta razón, tenemos que orar a Dios pidiendo Su gracia para poder saber lo que es ministrar a Dios y lo que es ministrar al templo.

Tuve una amiga muy estimada, la cual ya está del otro lado del velo. Ella pertenecía al Señor, y yo la amaba mucho en el Señor. Un día fuimos los dos a una montaña para orar. Después de la oración leímos Ezequiel 44. Como era mucho más mayor que yo, me dijo: “Hermano, hace veinte años leí este pasaje”. Le pregunté cómo se había sentido después de leerlo. Ella respondió: “Después de leerlo, inmediatamente cerré la Biblia, me arrodillé, y oré así: ‘Señor concédeme ministrarte a Ti. No me permitas ministrar al templo’”. Hermanos y hermanas, nunca he olvidado este incidente, y nunca lo olvidaré. A pesar de que ella ya murió, siempre recuerdo sus palabras: “Señor, concédeme ministrarte a Ti. No me permitas ministrar al templo”. ¿Podremos nosotros hacer tal oración y decir: “Señor, deseo ministrarte a Ti; no quiero ministrar al templo”?

Me temo que muchas personas anhelan recibir algo de Dios, pero no desean a Dios mismo. Muchos piensan que salvar almas es lo más importante, y hasta abandonarían sus empleos por dedicarse a hacerlo. Las hermanas casadas quisieran no hacer los quehaceres domésticos; las solteras no quieren ni pensar en casarse, y los que tienen un empleo quisieran no tener que trabajar. Piensan que no tiene ningún significado seguir haciendo lo que hacen. Piensan que trabajar, cuidar de la familia, servir y estudiar son actividades demasiado triviales. Piensan que sería maravilloso si pudieran quedar libres para predicar el evangelio. Pero debemos preguntarnos: ¿Estoy ministrando a Dios o estoy ministrando al templo?”

  1. COMO MINISTRAR AL TEMPLO Y COMO MINISTRAR AL SEÑOR

A muchos les gusta la actividad física; les agrada ejercitar su fuerza muscular al inmolar las vacas y las ovejas, pues de esta manera usan su fuerza y su energía carnal. Pero si se les pide que vayan a un lugar solitario y tranquilo donde nadie los pueda ver, se les hace imposible. El santuario es un lugar extremadamente oscuro. ¡En su interior sólo hay siete lámparas de aceite de olivo, cuya luz no es más intensa que la de siete velas! Muchos piensan que ministrar al Señor en el santuario no es tan interesante. Pero éste es el lugar donde el Señor desea que estemos. Este lugar es tranquilo y está en penumbras; allí no se encuentran grandes multitudes de personas. Pero allí uno puede ministrar genuinamente al Señor. Hermanos, es imposible encontrar un siervo de Dios genuino o un verdadero ministro del Señor que no ministre de esta manera.

Examinemos ahora lo que hacen los levitas. Ellos inmolan el ganado y las ovejas fuera del templo, a la vista del hombre; su obra es muy evidente. Otros lo pueden alabar a uno, diciendo que es excelente y fuerte por haber matado tantas vacas, bueyes y ovejas, y por haberlos traído al altar. Muchas personas hasta se estremecen de emoción al ver los logros externos de la obra.

Pero ¿qué envuelve el ministerio al Señor? El versículo 15 dice explícitamente: “Mas los sacerdotes levitas hijos de Sadoc, que guardaron el ordenamiento del santuario cuando los hijos de Israel se apartaron de mí, ellos se acercarán para ministrar ante mí, y delante de mí estarán para ofrecerme la grosura y la sangre, dice Jehová el Señor”. La base para ministrar al Señor, su requisito básico, es acercarse a Él, tener la confianza de hacerlo, de sentarse y estar firme ante El. Hermanos, ¿sabemos cómo acercarnos al Señor? ¿Cuán frecuentemente nos damos cuenta de que debemos esforzarnos por entrar a Su presencia? Muchos temen quedarse solos en ese lugar oscuro. Temen a la soledad y no soportan quedarse encerrados. Muchas veces, aunque estén en un cuarto, su corazón está afuera vagando y no pueden acercarse al Señor. No pueden estar solos ni aprender sosegadamente a orar delante del Señor. Muchos se sienten contentos de laborar, de estar rodeados por la muchedumbre y de predicar el evangelio. Pero no pueden acercarse a Dios en un santuario en penumbras, sosegado y solitario. No obstante, es imposible ministrar al Señor sin acercarse a Él, sin acudir a Él en oración. El poder espiritual no es el poder de la predicación sino el poder de la oración. La fuerza interior que uno posee es un indicio de cuánto ora uno. Nada requiere más esfuerzo que la oración. Es posible leer la Biblia sin mucho esfuerzo. No quiero dar a entender que no se necesite ningún esfuerzo para leer la Biblia, pero no es tan difícil de lograr. Es posible predicar el evangelio sin mucho esfuerzo, y también es posible ayudar a los hermanos sin usar mucha fuerza espiritual. Al hablar, es posible que uno confíe en que su mente hará el trabajo. Pero para poder acercarse a Dios y arrodillarse ante El por una hora, es necesario valerse de la fuerza de todo su ser. Si uno no hace tal esfuerzo, no podrá perseverar en la obra. Todo ministro del Señor sabe lo valiosos que son esos momentos, la hermosura de despertarse a media noche y pasar una hora en oración antes de volverse a dormir, y lo maravilloso que es madrugar a orar durante una hora. Si no nos acercamos a Dios, no podremos ministrarle. Es imposible ministrar al Señor estando alejado de Él. Algunos discípulos podían seguir al Señor de lejos, pero ninguno de éstos podía ministrarle a Él. Es posible seguir al Señor en secreto y de lejos, pero es imposible ministrarle de esta manera. El santuario es el único lugar donde se puede ministrar al Señor. Uno puede relacionarse con la gente en el atrio, pero sólo en el santuario puede uno acercarse a Dios. De hecho, los que pueden ayudar a la iglesia y ser eficaces son aquellos que están cerca de Dios. Si la labor que hacemos delante de Dios está dirigida solamente a los hermanos y las hermanas, nuestra obra será muy pobre.

Si queremos ministrar al Señor, tenemos que acercarnos a Él. ¿Cuál debería ser nuestra condición delante de Dios? “Delante de mí estarán” (v. 15). Tengo la impresión de que nos gusta estar siempre en movimiento, y parece que nos fuera imposible quedarnos sosegados. No podemos quedarnos quietos. Muchos hermanos y hermanas están extremadamente atareados. Hay tantas cosas por hacer que piensan que no pueden detenerse. Si usted les pide que descansen y esperen un momento, no pueden hacerlo. Pero toda persona que es espiritual sabe lo que es permanecer delante de Dios.

¿Qué significa estar delante de Él? Significa esperar hasta recibir la orden; esperar ante el Señor hasta que nos muestre Su voluntad. Se han establecido un sinnúmero de obras. No me refiero a fábricas y oficinas. Los creyentes deben ser absolutamente fieles a sus patrones terrenales al servirles. Pero en cuanto a la obra espiritual, necesitamos ser más que simplemente eficientes. Me dirijo en particular a todos los colaboradores. Hermanos, ¿han establecido su obra por completo? ¿Está marchando su obra eficazmente? ¿Se encuentran extremadamente atareados? ¿Pueden detenerse y esperar un poco? ¿Tienen toda su labor programada? ¿Actúan metódicamente conforme al plan que ya elaboraron? ¿Se sienten satisfechos? Hermanos, ¿pueden esperar otros tres días? ¿Pueden quedarse quietos por un momento sin ir a ningún lado? Esto es lo que significa permanecer delante del Señor. Quien no sabe acercarse al Señor no podrá ministrarle a Él. Esto mismo se aplica a todo aquel que no sabe permanecer delante del Señor, pues le será imposible ministrar al Señor. Hermanos, ¿acaso no debe un siervo esperar que se le dé una orden antes de emprender cualquier actividad?

Permítanme reiterar que sólo hay dos clases de pecado delante de Dios. Uno es la rebelión en contra de Sus mandamientos; esto es, El da una orden y uno se rehúsa a obedecerla. El otro tipo de pecado consiste en hacer algo que Él no ordena. Uno es el pecado de la rebelión, y el otro es el pecado de la arrogancia. Uno no hace lo que el Señor dice, y el otro hace lo que el Señor no dice. Si permanecemos delante del Señor pondremos fin al pecado de hacer lo que el Señor no nos ha mandado. Hermanos y hermanas, ¿qué parte de la obra espiritual la hacen sólo cuando han entendido claramente la voluntad de Dios? ¿Quiénes actúan exclusivamente como resultado del mandato del Señor? Es posible que nuestras actividades provengan de nuestro entusiasmo o de creer que es una buena acción. Permítanme decirles que lo que más estorba la voluntad de Dios es las cosas buenas. Como creyentes nos es fácil reconocer que no debemos participar de las cosas malas, inmundas y lujuriosas y nos damos cuenta de que son intolerables. Así que, no es muy común que tales cosas sean un estorbo al propósito de Dios, pero lo que sí es un obstáculo es principalmente las cosas buenas, dado que son similares a dicho propósito. Es posible que pensemos que cierta acción no es mala y que no tenemos otra opción mejor, y tal vez procedamos a hacerla sin preguntarle al Señor si aquello es Su voluntad. Las cosas buenas son el peor enemigo de Dios. Cada vez que nos rebelamos contra Dios, se debe a que al ver una buena acción procedemos, en nuestra arrogancia, a llevarla a cabo. Como hijos de Dios, sabemos que no podemos pecar y que no debemos hacer el mal. Pero, ¿cuántas veces hemos hecho algo sin tener ninguna convicción o porque nos pareció que era correcto hacerlo?

Sin duda, cierta obra puede ser muy buena, pero ¿nos hemos presentado delante del Señor? Necesitamos permanecer delante de Él. Permanecer quiere decir no caminar ni moverse; estar en un solo lugar, detenerse y esperar la orden del Señor. Hermanos, en esto consiste ministrar al Señor. Cada vez que alguien viene a ofrecer un sacrificio, los animales se inmolan en el atrio. Pero en el Lugar Santísimo hay soledad absoluta. Allí ningún hermano o hermana ejerce autoridad sobre nosotros, ni hay concilios que tomen decisiones por nosotros, ni hay comités que nos comisionen. En el Lugar Santísimo nos gobierna una sola autoridad, la del Señor. Sólo hacemos lo que el Señor nos indique; si no nos indica nada, no haremos nada. Hermanos, ¿podemos verdaderamente estar delante de Él?

Si queremos ministrar al Señor en el Lugar Santísimo, debemos pasar tiempo delante de Él y orar más. De no ser así, no le seremos útiles. Necesitamos orar para entrar a la presencia de Dios y acercarnos a Él. Por consiguiente, orar equivale a permanecer delante de Dios y procurar conocer Su voluntad. Damos gracias al Señor porque, aunque no todos los creyentes hacen esto, hay algunos que permanecen delante de Él y lo siguen en el camino que tienen por delante.

A fin de permanecer delante del Señor, es necesario “ofrecer la grosura y la sangre” (Ez. 44:15). La santidad y la justicia de Dios se manifiestan en el Lugar Santo, y Su gloria en el Lugar Santísimo. La gloria de Dios llena el Lugar Santísimo, y Su santidad y Su justicia llenan el Lugar Santo. La sangre se ofrece por causa de la santidad y la justicia de Dios, mientras que la grosura se ofrece para Su gloria. La grosura trae algo a Dios, pero la sangre satisface lo que exigen Su santidad y Su justicia. Puesto que Dios es santo y justo, no puede aceptar a una persona que se encuentre en pecado. Sin derramamiento de sangre, sin la remisión del pecado, o sin que el hombre pague por su pecado, Dios no está satisfecho. Por eso se necesita la sangre; no es posible acercarse a Dios sin ella. En el Antiguo Testamento el hombre fue desechado y no podía acercarse a Dios. Pero ahora podemos acercarnos a Él porque tenemos la sangre del Señor. Además de esto, debemos ofrecer la grosura, que significa ofrecer lo mejor. La sangre elimina el problema del pecado, más la grosura trae satisfacción a Dios. La grosura es la mejor parte de la ofrenda y también la más rica, y satisface el corazón de Dios. Por consiguiente, trae gloria a Dios.

Todos los que quieren acercarse a Dios para ministrar ante El, deben responder a las exigencias de la santidad, la justicia e inclusive de la gloria de Dios. Toda la Biblia, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, se centra en estas tres cosas: la santidad, la justicia y la gloria de Dios. La gloria de Dios se relaciona con Dios mismo; Su santidad, con Su naturaleza; y Su justicia con Su norma. En otras palabras, la norma de Dios es justa, Su naturaleza es santa, y El mismo es glorioso. Antes de acercarnos a Dios, debemos comprender cómo ha llegado a ser posible que estemos en Su presencia. ¡Dios es santo y justo! ¿Cómo podemos nosotros simples pecadores encontrarnos con Él? Podemos encontrarnos con El debido a que tenemos la sangre, la cual nos limpia de nuestro pecado y nos redime. En consecuencia, podemos acercarnos a Dios sin conflicto alguno debido a que Su sangre nos limpia de toda injusticia. Sin embargo, El no sólo es santo y justo, sino que también está lleno de gloria. Por tanto, es necesario ofrecer la grosura, lo cual equivale a ofrecer a Dios lo mejor que tengamos para traerle satisfacción. En otras palabras, la sangre resuelve el problema que representa todo lo relacionado con la vieja creación, y la grosura se relaciona con la nueva creación. La sangre disipa todo lo que pertenece a la vieja creación, de manera que no tengamos ningún problema con la santidad de Dios ni con Su justicia. La grosura pertenece a la nueva creación e indica que nos ofrecemos nosotros a Dios, de modo que satisfagamos Su gloria.

No podemos ministrar a Dios si no conocemos la muerte y la resurrección. Morir no es una doctrina ni una teoría sacada de la Biblia; morir es ser derramados al poner genuinamente nuestra confianza en Él y en la sangre incorruptible que El vertió. Cuando Su sangre incorruptible fue vertida, nosotros también fuimos derramados. Agradecemos al Señor porque ahora Él no tiene sangre, aunque tiene un cuerpo de carne y hueso. Todo lo que pertenecía a la vida natural fue derramado. Cuando el Señor derramó Su sangre toda la vida de Su alma también se fue. El ciertamente derramó Su alma hasta la muerte (Is. 53:12). Este es el significado de la sangre. Al derramarse la sangre, desaparece todo lo natural. De esto hablaremos más adelante.

Si queremos ministrar delante de Dios, tenemos que acercarnos a Él, estar delante de Él y esperar que nos muestre Su voluntad. Recuerden estos dos asuntos indispensables. Por una parte, debemos derramar continuamente nuestra “propia sangre”, o sea que debemos reconocer continuamente que todo lo que poseemos de nacimiento ya fue derramado. A menudo muchos me piden que les explique lo que es la vida natural. Muchas veces les contesto que todo lo que nos viene al nacer y se va al morir pertenece a la vida natural; todo lo que existe entre el nacimiento y la muerte es la vida natural. ¡Alabado sea el Señor! El derramó todo lo que pertenece a la vida natural; es decir, todo lo que obtuvimos al nacer. Cuando el Señor derramó Su sangre, no sólo derramó su propia vida, sino también la nuestra. Por lo tanto, continuamente debemos pararnos firmes sobre este hecho y negarnos a la vida de nuestra alma. Hermanos y hermanas, esto no es una doctrina sino una realidad. Por lo tanto, debemos desprendernos de todo lo que pertenezca a la vida natural. Esta es una meta que se puede alcanzar porque en Cristo todo lo que pertenece al alma fue vertido y ahora es posible vivir sin el yo. Damos gracias al Señor, porque podemos vivir sin el yo, pues Cristo derramó nuestro yo cuando vertió Su sangre. A nosotros solos nos sería imposible hacer tal cosa; no podemos crucificarnos a nosotros mismos. Damos gracias al Señor porque el Hijo de Dios logró este hecho. Por obra Suya ahora nosotros podemos morir y abandonar nuestro yo. Pero no basta con simplemente morir, pues la muerte es sólo el aspecto negativo. No sólo nos centramos en la muerte sino también en la resurrección. Cuando Cristo resucitó, nosotros estábamos en El, y en El llegamos a ser la nueva creación. El no sólo murió, sino que también resucitó de entre los muertos. Él vive para Dios; por lo tanto, todo lo que Él es, trae satisfacción a Dios y no a Sí mismo. Hermanos y hermanas, esto es lo que Dios desea que veamos. Esto es lo que significa ministrar al Señor. Debemos ofrecerle tanto la grosura como la sangre.

El versículo 16 dice: “Ellos entrarán en mi santuario, y se acercarán a mi mesa para servirme, y guardarán mis ordenanzas”. Este versículo nos habla de un lugar donde se ministra al Señor, a saber, el santuario; un lugar escondido y tranquilo que no es visible al público como el atrio. Hermanos y hermanas, que el Señor nos conceda Su gracia para que no pensemos que estar en el santuario es un sufrimiento. De hecho, estar ahí un día es mejor que mil en cualquier otro lugar. No obstante, siempre que oímos del santuario nos da temor. ¡Cuán bueno es estar en el atrio! Allí todos nos pueden ver; ahí nuestros nombres son bien conocidos y nadie nos ataca ni nos calumnia, sólo recibimos acogidas y alabanzas. ¡Qué maravilloso es esto! Pero Dios quiere que estemos en el santuario. Cuando entramos en ese lugar, es posible que otros digan que somos perezosos y que no hacemos nada. En realidad, lo que se hace ahí es muy superior a la obra de ministrar al pueblo en el atrio. ¿Ha sido usted criticado alguna vez por ser cerrado y estrecho? ¿Ha oído decir que usted no tiene libertad para hacer nada? Es posible que los demás digan que usted es muy perezoso y no quiere participar en la obra o que ha dejado muchos asuntos inconclusos. Pero hermanos y hermanas, nuestro corazón no es estrecho en absoluto. Nosotros no buscamos nada del hombre, ni queremos estar al frente para ser vistos. Sólo tenemos como meta ministrar al Señor en el Lugar Santo. La razón por la cual no estamos dispuestos a ministrar en el templo es que nuestra esperanza y nuestra tarea son mayores que dicho ministerio. En este asunto nadie ha tenido más aspiraciones que Pablo, quien ambicionaba agradar al Señor. Las cosas que buscamos aquí son mayores que muchas otras, y nuestra labor es mayor que la de aquellos que realizan grandes obras. De hecho, nuestro corazón es más amplio que el de los demás, pues no sólo ministramos al templo sino también al Señor, aunque esto no es grandioso ante los hombres. Hermanos y hermanas, preferimos ser criticados que actuar sin contar con la voluntad de Dios. Tenemos dos posiciones: por una parte estamos muertos y nos hemos desprendido de todo lo que pertenece a la vieja creación, y por otra, fuimos resucitados, servimos a Dios y permanecemos delante de Él, obedeciendo lo que Él manda y esperando en Su presencia para ministrarle. Eso es lo único que nos interesa. Hermanos y hermanas, ¿les satisface hacer la voluntad de Dios? ¿Es Su voluntad suficiente para ustedes? ¿Piensan que hacer la voluntad de Dios lo es todo? ¿Buscan acaso otras cosas? ¿Se conforman con los planes que Dios tiene para ustedes? Necesitamos aprender a ministrar a Dios en Su presencia.

Puesto que también quisiera abarcar Lucas 17, no me voy a detener en más detalles. Dije anteriormente que quería mencionar tres cosas. La primera se relaciona con la diferencia entre ministrar al templo y ministrar al Señor; la segunda, con la manera de ministrar al templo y con la forma de ministrar al Señor; y la tercera con la condición del que ministra al Señor y los requisitos necesarios para hacerlo. Examinemos, pues, lo que se requiere de la persona que ministra al Señor.

III. LOS REQUISITOS PARA MINISTRAR AL SEÑOR

Aquellos que ministraban en la presencia de Dios debían usar ropa de lino, turbantes de lino y calzoncillos de lino. Todo su cuerpo estaba cubierto de lino. El versículo 17 dice que no llevarían sobre ellos ninguna prenda de lana. Nadie podía vestirse de lana ante Dios. ¿A qué se debía esto? Leamos Ezequiel 44:18: “Turbantes de lino tendrán sobre sus cabezas, y calzoncillos de lino sobre sus lomos; no se ceñirán cosa que los haga sudar”. Esto revela que quienes ministran al Señor no deben sudar. Ninguna labor que produce sudor es agradable a Dios y, por ende, Él la rechaza. ¿Qué significa el sudor? La primera persona que derramó sudor fue Adán, y lo hizo después de que Dios lo echó del huerto de Edén. Génesis 3 nos dice que, debido a que Adán había pecado, Dios lo castigó al decirle: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan”. El sudor es el resultado de la maldición. Debido a la maldición que Dios profirió, la tierra cesó de dar su fruto. Al no estar presente la bendición de Dios, se necesita el esfuerzo humano, el cual produce sudor. ¿Cuál es la obra que produce sudor? La obra que proviene del esfuerzo humano, sobre la cual no reposa la bendición de Dios el Padre. Todos los que ministran a Dios deben abstenerse absolutamente de cualquier obra que produzca sudor. Son muchas las obras propuestas delante de Dios cuyo cumplimiento requiere esfuerzo y actividad y, por ende, sudor. Aquellos que ministran a Dios no deben realizar ninguna obra que los haga sudar. Toda obra que procede de Dios es serena y no requiere actividad de nuestra parte; por el contrario, requiere que cesemos de toda actividad y nos sentemos. Aunque exteriormente nos veamos muy ocupados, interiormente estamos en reposo y en calma. Realizamos la obra de Dios sentándonos. La obra de Dios no nos hace sudar. La obra genuina que se hace delante de Dios no es casual y tampoco se logra por el esfuerzo carnal. Lamentablemente, hoy en día gran parte de la obra no se puede lograr sin sudar. Qué pena que la obra que se realiza en la actualidad no se pueda lograr a menos que alguien planee, auspicie, promueva, proponga, tome la iniciativa, anime, exhorte y, por consiguiente, utilice su esfuerzo humano y su fuerza carnal. Verdaderamente es una lástima que, en la mayoría de los casos, si no hay sudor, no hay obra. Tengan presente que el sudor no está permitido cuando se ministra al Señor. Cuando ofrecemos sacrificios en el atrio, servimos a los pecadores y ministramos a los santos, se nos permite sudar. Pero quienes ministran al Señor en el Lugar Santo no deben sudar. Dios no necesita el sudor del hombre. Indudablemente, toda obra requiere mucha actividad, pero la obra de Dios no necesita la fuerza carnal. No digo que no se necesite fuerza espiritual. De hecho, es difícil decir cuánta fuerza espiritual se necesita y cuánto sufrimiento hay que experimentar. Nadie se preocupa por discernir entre la obra espiritual y la obra carnal. El hombre llega a la conclusión de que la obra de Dios no se puede lograr sin intensa actividad, sin pasar tiempo discutiendo y debatiendo, sin negociar, hacer propuestas, sin aprobaciones y autorizaciones. Pero si se les pide que esperen sosegadamente delante de Dios y escuchen Su voz, no pueden hacerlo porque tal cosa es imposible para la carne, pues prefieren todo aquello que produce sudor.

El aspecto más importante de la obra espiritual es tener comunión con Dios. La primera persona con quien uno debe comunicarse es Dios, no el hombre. La obra de la carne es diferente; uno se relaciona primero con el hombre. Así que, si una obra no se puede lograr sin el hombre, esa obra no es de Dios. Cuán valioso es estar en la presencia de Dios. Debemos acudir sólo a Él; esto no es estar ocioso, sino que de esta manera hacemos una obra que no produce sudor. ¿Qué significa esto? Si tenemos la debida comunión con Dios, no hay necesidad de sudar al laborar entre los hombres. De esta manera se puede lograr una gran obra haciendo el menor esfuerzo. La propaganda, las promociones y las propuestas se producen porque los hombres no oran ante Dios. Permítanme decir que toda obra espiritual se hace exclusivamente delante de Dios. Si cuidamos de nuestra obra como se debe presentándonos a Dios, no habrá necesidad de utilizar tantos métodos. El hombre responderá espontáneamente a nuestra labor y nos ayudará. Al participar en la obra de Dios, no necesitamos el esfuerzo ni el sudor humano.

Hermanos y hermanas, debemos examinarnos con mucha sinceridad delante de Dios. Preguntémosle: “Señor, ¿estoy en verdad ministrándote a Ti o a la obra? Señor, ¿a quién está dirigido mi ministerio, a Ti o a la obra?”. Si la obra nos hace sudar desde la mañana hasta la noche, entonces podemos decir con seguridad que estamos ministrando al templo y no al Señor. Si toda nuestra actividad tiene como única meta suplir necesidades externas, entonces podemos concluir que estamos ministrando al pueblo y no a Dios. No menospreciamos a las personas que laboran de este modo, pues también participan en la obra de Dios. Es necesario que alguien presente las vacas y las ovejas en los sacrificios. Alguien debe guiar a los demás. Los hijos de Israel necesitaban que algunos les ministraran. Pero Dios desea algo mucho más profundo. Debemos pedirle: “Dios, te ruego que me libres de caer en la esfera de ministrar al pueblo”. Existe algo que va más allá de simplemente ministrar al pueblo. Hermanos y hermanas, son muchos los que ministran al pueblo. No es necesario que agreguemos nuestra porción ahí. Dios no exige que todos le ministren a Él, pues sabe que muchos no están dispuestos a hacerlo. Puesto que el hombre no está dispuesto, no se puede avivar a toda la iglesia y hacer que todos lleguen a ser fieles. Muchos son salvos y poseen la vida de Dios, pero sólo desean ministrar al pueblo. No hay manera de hacerlos cambiar porque no quieren perderse la emoción que hallan afuera. Ellos no se desprenden del aspecto externo de la obra y se centran exclusivamente en ella. No hay duda de que se necesita que algunos se ocupen de estos asuntos, pero la pregunta que surge aquí es: ¿estoy yo entre los que toman parte en estas cosas? Espero que todos podamos decirle al Señor: “Dios, deseo ministrarte a Ti. Estoy dispuesto a soltarlo todo, a desligarme de la obra y a abandonar todas las actividades externas. Deseo ministrarte a Ti y realizar una obra espiritual. Estoy dispuesto a abandonar todo lo externo. Deseo ir más lejos y entrar en una esfera más profunda”.

No era posible que Dios hiciera que todos los levitas se acercaran. Sólo podía escoger a los hijos de Sadoc. ¿Por qué sólo los escogió a ellos? Porque cuando los hijos de Israel se apartaron de los caminos del Señor y lo abandonaron, los hijos de Sadoc guardaron el ordenamiento del santuario. Ellos vieron que lo de afuera no tenía remedio, pues estaba derribado y contaminado. Así que abandonaron lo que estaba afuera y se concentraron en hacer que el santuario permaneciera santo. Hermanos y hermanas, ¿podrán ustedes dejar que se derrumbe todo lo de afuera? Quizás usarán madera para sostenerlo a fin de que la estructura no se derrumbe. Pero el Señor dirá: “No me interesan esas cosas. Sólo preservaré Mi santuario y reservaré un lugar santo para Mis hijos”. Se necesita un lugar totalmente separado y santificado para El; un lugar donde uno pueda recibir discernimiento de lo que es propio y lo que es impropio. Dios desea preservar Su santuario. Lo de afuera se está derrumbando, y Dios no tiene otra alternativa que permitirlo. Por haber hecho lo que hicieron los hijos de Sadoc, Dios los escogió. Dios no tiene una relación específica con todos, pero desea tenerla con usted. Si usted no está dispuesto a soltar todo lo externo, ¿a quién acudirá Dios? Hermanos y hermanas, estoy aquí en la presencia de Dios para rogarles a todos; Dios busca personas que le ministren a Él. En realidad, son muchos los que laboran en el atrio. Es por esto que Dios clama: “¿Quién me ministrará a Mí en Mi santuario?”

No es mucho lo que puedo decir acerca de este asunto. Me limito a expresar que disfruto mucho la lectura de Hechos 13: “Había entonces en Antioquía, en la iglesia local, profetas y maestros… Ministrando éstos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado” (vs. 1-2). Esta es la obra que se lleva a cabo en el Nuevo Testamento. La obra del Espíritu Santo sólo puede ser revelada al hombre cuando éste ministra al Señor, y sólo entonces podrá enviar personas. Si no damos a este asunto de ministrar al Señor la primera prioridad, todo estará fuera de lugar.

La obra de la iglesia de Antioquía comenzó mientras estaban ministrando allí al Señor. El Espíritu Santo dijo: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado”. Dios no quiere voluntarios en Su ejército; El no recibe a los soldados que se ofrecen voluntariamente. Dios sólo tiene soldados alistados y reclutados. Hay dos clases de soldados en el ejército: los que se vinculan a la milicia voluntariamente, y los que la nación recluta. Debido a las leyes del país, tales personas no tienen más alternativa que hacer el servicio militar. Pero en la obra del Señor, sólo hay soldados reclutados; no hay soldados voluntarios. Por tanto, nadie puede decidir por su propia cuenta ir a predicar el evangelio, pues Dios no lo usará. La obra de Dios ha sido bastante perjudicada por los soldados voluntarios. Estos no pueden declarar como el Señor: “Aquel que me envió…” Hermanos y hermanas, éste no es un asunto trivial. No podemos realizar la obra de Dios por nuestra propia voluntad. La obra es exclusivamente Suya. Debemos examinar nuestra labor para determinar si proviene de nosotros mismos o del llamado del Señor. Debemos preguntarnos cómo nos vinculamos al ejército, si nos ofrecimos como voluntarios o si Dios nos reclutó. Los soldados voluntarios, los que se recomiendan a sí mismos, no permanecen porque Dios sólo quiere soldados que El mismo haya incorporado a Sus ejércitos. Pablo y Bernabé mientras ministraban al Señor no dijeron: “Vayamos a extender el evangelio”, sino que el Espíritu Santo dijo: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado”. Sólo el Espíritu Santo tiene potestad para comisionar hombres y enviarlos a la obra; la iglesia no tiene la autoridad de enviar hombres a la obra. Sin embargo, en muchas sociedades y en cruzadas misioneras son los hombres los que envían a otros hombres. Dios jamás admite tal cosa. Nosotros sólo debemos ministrar al Señor, y no al templo. Dios desea obtener personas que le ministren a Él y que sean comisionados directamente por el Espíritu Santo.

Quisiera repetir que ministrar al Señor no significa que desatendamos la obra. Para ministrar al Señor no necesitamos dejar de servir en los pueblos. Lo que quiero recalcar es que toda la actividad exterior, como por ejemplo salir a laborar para el Señor, debe basarse en la experiencia que hayamos tenido al ministrar al Señor, y no en nuestros propios deseos. Hay una gran diferencia, mayor que la distancia entre el cielo y la tierra, entre estos dos asuntos. Todos los que han pasado por esta experiencia reconocen que no hay mayor diferencia que la que existe entre ministrar al Señor y ministrar al templo.

Además de lo relacionado con el velo, de ministrar al Señor en el santuario, existe algo más e igualmente importante: “Salgamos, pues, a Él, fuera del campamento, llevando Su vituperio” (He. 13:13). La idea central del libro de Hebreos gira en torno a dos cosas: el velo y el campamento. No sólo debemos ministrar a Dios en el santuario, sino que también debemos salir del campamento. Sólo cuando hayamos salido del campamento para ministrar al Señor, Él nos hablará y nos guiará; El no hablará en otras ocasiones.

Veamos lo que dice en el Evangelio de Lucas y aclaremos este asunto una vez más. Nuestra intención no es hacer una exposición de los escritos de Lucas; sólo queremos descubrir en este pasaje lo que el Señor realmente desea. Lucas 17:7-10 nos dice claramente que el Señor no se satisface con nada menos que El mismo. Él no lo necesita a usted ni a mí; Él se necesita a Sí mismo. Es asombroso que, aunque estas palabras son bastante severas, a todos les parece que esta porción es preciosa. Aquí se presentan dos clases de obras: una es la de arar o sembrar; la otra es la de apacentar o alimentar. Se siembra entre los que no son regenerados, y se apacienta a quienes poseen la vida de Dios. Consecuentemente, parte de la obra se relaciona con los pecadores, y parte con los creyentes. En esta labor los que no han recibido al Señor lo reciben, y quienes ya lo recibieron son alimentados. Esta es la obra que deben realizar los siervos del Señor. Esta obra es vital, y debemos hacerla lo mejor posible. Pero el Señor nos sorprende muchísimo en este pasaje. Él dijo: “¿Quién de vosotros, teniendo un esclavo que ara o apacienta ganado, al volver él del campo, le dice: ¿Pasa en seguida y reclínate a la mesa?” (Lc. 17:7). Él dice que uno no actúa de esa manera. En otras palabras, a los siervos, a los creyentes, no se les alimenta después de que hacen la obra. Aquellos que son carnales dirán: “¡Qué amo tan cruel! Venimos de arar y de apacentar el ganado y estamos extremadamente cansados. Ahora que estamos en casa, tú deberías servirnos y darnos de comer”. Pero el Señor no es como los patrones del mundo. (En Colosenses y en Efesios se presenta una relación diferente entre el amo y el siervo terrenales. El caso del que estamos hablando aquí nos muestra el trato que el Señor espera de nosotros, sus siervos espirituales, para con El.) El Señor no nos invita a comer. ¿Qué desea El entonces? El versículo 8 dice: “¿No le dice más bien?”, es decir, muy posiblemente le dirá: “Prepárame la cena, cíñete, y sírveme”. Esto es lo que el Señor hace. Nosotros pensamos: “Hoy he arado tantos acres de tierra y sembrado tantos kilos de semilla. Después de tantos días, tantos meses, habrá una cosecha de por lo menos treinta o sesenta por uno. Hoy llevé tantas ovejas a los pastos verdes, y bebieron de las aguas de reposo. Después de tanto tiempo, estas ovejas crecerán y engordarán. Esta ciertamente es la mayor obra. El producto de la tierra me servirá de alimento; la lana del rebaño me servirá para hacer vestidos”. Nos alegramos y disfrutamos de nuestra labor. Esto es lo que significa comer y beber; es el disfrute que proviene de la labor que hemos hecho. Muy a menudo, después de obtener algunos logros de los que nos sentimos orgullosos, pensamos en ellos aun mientras dormimos y los saboreamos en nuestra memoria. Puede ser que pensemos en ellos mientras comemos y quizá nos sintamos orgullosos y satisfechos. Con frecuencia recordamos algo y nos reconforta sólo pensarlo. Pero el Señor dijo que Su meta para con toda obra, sea cual fuere, no es alegrarnos ni complacernos ni producirnos ninguna ganancia. El Señor sin duda nos dirá: “Prepárame la cena, cíñete, y sírveme”. ¿Podemos comprender esto? El Señor exige que le ministremos a Él. Tengan presente que la obra que se hace en los campos no se compara con la que se realiza en el templo, pues ni la tierra ni el ganado se comparan con el Señor. El Señor no dice aquí: “Puesto que has trabajado tan arduamente, has arado tanta tierra y has alimentado tanto ganado, no tienes que servirme; puedes irte a comer, a beber y a celebrar”. Las palabras del Señor nos informan de la manera en que Él pesa la importancia de nuestra labor y nuestro ministerio para con El. Él no nos exime de ministrarle simplemente porque hayamos arado la tierra, alimentado el ganado y realizado muchas actividades; por ningún motivo nos dirá que no tenemos que ministrarle a Él. Él no nos permitirá que dejemos de ministrarle a Él sólo porque estamos ocupados en la obra. Él no va a permitir que la dificultad de la labor le robe nuestro ministerio ante El. Nuestra primera prioridad es ministrar al Señor porque hacer esto es más vital que todo lo que podamos arar, apacentar y laborar.

Hermanos y hermanas, ¿qué estamos haciendo en realidad? ¿Cuál es nuestra meta? ¿Estamos preocupados sólo por arar y sembrar? ¿Nos preocupamos sólo por predicar el evangelio a fin de salvar pecadores? ¿Es nuestra meta sólo apacentar el ganado? ¿Nos preocupamos solamente por distribuir el alimento para edificar a los creyentes? ¿O satisfacemos al Señor con la comida y la bebida? El Señor nos muestra aquí que después de llegar a casa no debemos descansar. Pese a que estamos cansados, debemos esforzarnos por servirle a Él. Aunque hemos laborado y sufrido mucho, esto no puede remplazar la ministración que Él debe recibir de nosotros. Necesitamos olvidar todas nuestras experiencias y servirle a Él una vez más. Pero esto no quiere decir que no tengamos que comer. Simplemente quiere decir que debemos comer y beber después del Señor. Nosotros también debemos comer y beber, y estar satisfechos. Pero esto debe esperar hasta que el Señor esté saciado y satisfecho. Entonces nosotros también nos alegraremos. No obstante, primero debe alegrarse el Señor. Por tanto, preguntémonos a quién debe pertenecer la gloria de la obra. ¿Trae satisfacción al Señor todo lo que hacemos? ¿Le alegra el fruto de nuestra labor? ¿O sólo nos trae satisfacción y nos complace a nosotros? Me temo que en muchas ocasiones el Señor no ha obtenido nada, y aun así, nosotros nos sentimos satisfechos. Me da temor ver que muchas veces antes de que el Señor se alegre, nos alegramos nosotros. Debemos pedirle a Dios que nos muestre cómo debemos acercarnos a Su presencia y cómo debemos ministrarle a Él en Su presencia.

Hermanos y hermanas, aun si hacemos todo lo que debemos, no somos más que siervos inútiles. Ciertamente somos muy insignificantes.

Nuestra meta y el propósito de nuestro esfuerzo no son ni la tierra ni el ganado, ni el mundo ni la iglesia. Nuestra meta es el Señor. Él es nuestro todo. Preguntémonos, entonces, si la obra que hacemos está dirigida en verdad a Cristo o sólo a los incrédulos y a los hermanos. Bienaventurados los que puedan discernir la diferencia entre ministrar a los impíos o a los creyentes y ministrar al Señor. En teoría parece fácil hacer tal distinción; pero distinguir interiormente la diferencia en nuestra experiencia es una bendición. Esta clase de conocimiento no nos viene fácilmente. Necesitamos pasar por muchas experiencias antes de conocerlo; es necesario derramar sangre para aprender esta lección. En muchos casos requiere que pongamos nuestra vida y que muramos a nuestras opiniones a fin de discernir verdaderamente. Ministrar al Señor no es tan fácil como ministrar a los hermanos y hermanas; por eso decimos que existe una enorme diferencia entre ministrar al Señor y ministrar al templo.

No obstante, si el Espíritu Santo obra en nosotros, no nos será muy difícil aprender. Necesitamos pedirle al Señor que nos conceda Su gracia, Su revelación y Su luz, para que veamos lo que significa ministrarle a Él. Hermanos y hermanas, los pecadores no son más importantes que el Señor. Necesitamos pedirle al Señor que actúe en nosotros, para que podamos ministrarle a Él. Con esto concluyo. Lo único que puedo decir es que esto es lo que el Señor nos está manifestando en estos días.