La libertad cristiana

En el pulpito

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"La libertad cristiana"

LA LIBERTAD CRISTIANA

Martín Lutero (1520)

JESUS

(Todos los pasajes son la traducción de Lutero, directamente del alemán al español)

  1. Para que nos resulte posible un conocimiento a fondo de lo que es un cristiano y de la forma en que se tiene que actuar en relación con la libertad que Cristo le ha conquistado y donado -y de la que tanto habla san Pablo- comenzaré por establecer estas dos conclusiones: – el cristiano es un hombre libre, señor de todo y no sometido a nadie; – el cristiano es un siervo, al servicio de todo y a todos sometido.

Estas dos afirmaciones son claramente Paulinas. Dice el apóstol en el capítulo 9 de la 1 carta a los Corintios: «Soy libre en todo y me he hecho esclavo de todos». En Romanos (cap. 13): «No contraigáis con nadie otra deuda que la del mutuo amor». Ahora bien, el amor es siervo de aquel a quien ama, y a él se halla sometido; por este motivo, refiriéndose a Cristo, dice (Gál 4): «Dios ha enviado a su hijo, nacido de mujer, y le ha sometido a la ley».

  1. Para comprender estas dos afirmaciones contradictorias sobre la libertad y la servidumbre, tenemos que pensar que el cristiano consta de dos naturalezas, la espiritual y la corporal. Atendiendo al alma, es denominado hombre espiritual, nuevo, interior; se le llama hombre corporal, viejo y exterior en relación con la carne y la sangre. A causa de esta diversidad tiene la Escritura palabras que se contradicen, según se refieran a la libertad o a la servidumbre, como he dicho ya.
  2. Ocupémonos en primer lugar del hombre interior y espiritual; veremos así lo que se requiere para que un cristiano pueda decirse y ser justo y libre. Es evidente que nada que sea externo -llámese como se llame- puede justificarle y hacerle libre, porque su bondad y su libertad, al igual que su malicia y su cautiverio, no son realidades corporales y externas. ¿Qué ventaja reporta al alma que el cuerpo esté libre, en buenas condiciones, rebosante de salud, que coma, beba y viva como le venga en gana? Y, al contrario, ¿en qué se perjudica el alma por el hecho de que el cuerpo se encuentre cautivo, enfermo, abatido y que -contra lo que quisiera esté hambriento, sediento y agobiado por las penalidades? Nada de ello afecta al alma ni contribuye a su liberación o cautiverio, a hacerla justa o injusta.
  3. De igual manera, de nada le sirve al alma que el cuerpo se vista de ornamentos sagrados -como hacen los curas y eclesiásticos-, que more en iglesias y lugares santos, que trate cosas sagradas; ni tampoco que rece corporalmente, que ayune, que peregrine, que haga todas las buenas obras que pueda realizar siempre en y por el cuerpo. Es algo muy distinto lo que se exige para conferir al alma la justicia y la libertad. Todas estas cosas, obras y actitudes sobredichas puede poseerlas y ejecutarlas también un impío, un simulador o un hipócrita; lo único que de ellas puede salir es un pueblo de hipócritas, y, viceversa, en nada se perjudica el alma si el cuerpo viste prendas mundanas, si anda por lugares profanos o si come, bebe, no peregrina ni reza y prescinde de todas esas obras que hacen los mencionados hipócritas.
  4. Lo único que en el cielo y en la tierra da vida al alma, por lo que es justa, libre y cristiana, es el santo evangelio, palabra de Dios predicada por Cristo. Así lo afirma él mismo (Jn 11): «Yo soy la vida y la resurrección; quien cree en mí vivirá para siempre»; en Jn 14: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»; y en Mateo 4: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Debemos tener, por tanto, la certeza de que el alma puede prescindir de todo menos de la palabra de Dios, lo único capaz de ayudarla. Nada más necesita si posee la palabra de Dios; en ella encuentra toda satisfacción, comida, gozo, paz, luz, inteligencia, justicia, verdad, sabiduría, libertad y todos los bienes en sobreabundancia. Por eso leemos en el Salterio, y de forma especial en el Salmo 119, cómo el profeta no clama más que por la palabra de Dios. Y en la Escritura se ve que la mayor desgracia que puede sobrevenir, como signo de la ira divina, consiste en que Dios retire su palabra, y la gracia más preciada en que la envíe, a tenor del Salmo 104: «Les envió su palabra; con ella les socorrió». Cristo mismo vino con la única misión de predicar la palabra de Dios. Incluso los apóstoles, los obispos, sacerdotes y todos los eclesiásticos han sido llamados e instituidos sólo en función de la palabra (aunque, desgraciadamente, en nuestro tiempo no actúen en consecuencia con este ministerio).
  5. Quizá preguntes: ¿en qué consiste esta palabra que otorga gracias tan grandes y cómo debo tratarla? Respuesta: no es más que la predicación, anunciada por Cristo, tal como la contiene el evangelio. Pero tiene que ser -y así lo ha sido en realidad- de forma que escuches al Dios que te dice que toda tu vida y todas tus obras nada suponen ante él, sino que tú y cuanto tienes no merece más que la eterna perdición.

Cuando estés poseído por esta convicción como es debido, tendrás que desconfiar de ti mismo y que reconocer la verdad de lo dicho por Oseas: «En ti, Israel, no hay más que perdición; sólo en mí está la posibilidad de ayudarte». Para que puedas salir de ti mismo y liberarte de ti (es decir, de tu perdición), te presenta a su querido hijo Jesucristo y te dice por medio de su palabra viviente y consoladora que debes rendirte a él con fe firme y confiar en él con alegría. Es entonces cuando en fuerza de esa fe te serán remitidos todos los pecados, cuando se verá superada tu perdición y te tornarás en justo, veraz, contento, bueno; cuando se cumplirán todos los mandamientos y te liberarás de todas las cosas. En este sentido dice san Pablo (Romanos 1): «El cristiano vive sólo por su fe», y (en el capítulo 10): «el fin y la plenitud de la ley es Cristo para quienes creen en él».

  1. Por eso la única obra, el ejercicio único de todos los cristianos debiera cifrarse en grabar bien hondo en sí mismos a Cristo y a la palabra, para actuar y fortalecer esta fe de manera permanente; ninguna otra obra puede trocar a un hombre en cristiano, como dijo Cristo a los judíos (Jn 6), cuando en aquella ocasión le preguntaron por lo que tenían que hacer para cumplir las obras divinas y cristianas: «La única obra divina consiste en que creáis en aquel a quien Dios os ha enviado», porque sólo para esto le ha destinado Dios padre. Una fe verdadera en Cristo es un tesoro incomparable: acarrea consigo la salvación entera y aleja toda desventura, como está escrito en el capítulo final de Marcos: «Quien crea y se bautice se salvará; el que no crea se condenará». Previendo la riqueza de tal fe el profeta Isaías dijo (capítulo 10): «Dios dejará un pequeño resto sobre la tierra, y el resto, cual diluvio universal, infundirá la justicia». Esto significa que la fe, compendio de la ley entera, justificará sobreabundantemente a quienes la posean, de forma que no necesitarán nada más para ser justos y salvos. No de otra manera se expresa san Pablo (cap. 1 a los Romanos): «La fe de corazón es la que justifica y salva».
  2. ¿Cómo se concilia entonces que la fe sola, sin obra de ninguna clase, sea la que justifique, la que proporcione un tesoro tan enorme, y que, por otra parte, se prescriban en la Escritura tantas leyes, mandamientos, obras, actitudes, ceremonias? Pues en relación con esto hay que advertir muy bien y tener en cuenta que sólo la fe, sin obras, santifica, libera y salva, como repetiré más veces en lo sucesivo. No olvidemos que la sagrada Escritura está dividida en dos clases de palabra: en preceptos o leyes de Dios, por un lado, y en promesas y ofrecimientos por otro. Los preceptos nos muestran y prescriben diversas obras buenas, pero no se sigue que con ello se hayan cumplido. Enseñan mucho, pero sin prestar ayuda; muestran lo que debe hacerse, pero no confieren fortaleza para realizarlo. Su finalidad exclusiva es la de evidenciar al hombre su impotencia para el bien y forzarle a que aprenda a desconfiar de sí mismo. Por eso se llaman «viejo testamento» y todos son antiguo testamento. Por ejemplo: el mandamiento «no abrigarás malos deseos» nos convence a todos de pecado y de que nadie se verá libre de estas apetencias, haga lo que haga. De esta manera aprende a desalentarse y a buscar en otra parte ayuda para librarse de los malos deseos y poder cumplir, gracias a otro, un mandamiento imposible de satisfacer por sí mismo. Y como éste todos los demás mandamientos que no se pueden cumplir.
  3. Cuando el hombre, en fuerza de los preceptos, ha advertido su impotencia y se ha encontrado con ella, cuando se siente angustiado por la forma en que puede cumplir los mandamientos -porque o se cumplen o se condena uno-, es cuando de verdad se ha humillado, se ha aniquilado ante sus propios ojos, no encuentra nada dentro de sí que le pueda salvar. Este es el momento en que adviene la segunda clase de palabras, la promesa y la oferta divina que dice: «¿Quieres cumplir todos los mandamientos, verte libre de la concupiscencia y de los pecados a tenor de lo exigido por la ley? Pues mira: cree en Cristo; en él te ofrezco toda gracia, justificación, paz y libertad; si crees lo poseerás, si no crees no lo tendrás. Porque lo que te resulta imposible a base de las obras y preceptos tantos y tan inútil este será accesible con facilidad y en poco tiempo a base de fe. He compendiado todas las cosas en la fe para que quien la posea sea dueño de todo y se salve; el que no la tenga, nada tendrá». Las promesas divinas, por tanto, regalan lo que exigen los mandamientos y cumplen lo que estos piden, para que todo provenga de Dios: el precepto y su cumplimiento. Es él el único que ordena y el único que cumple. Por este motivo las promesas de Dios son palabras del nuevo testamento y son el nuevo testamento.
  4. Estas y todas las palabras de Dios son santas, verdaderas, justas, palabras de paz, de libertad y rebosantes de bondad. Por eso, quien se agarre a ellas con fe verdadera verá cómo su alma se une también a ellas tan perfectamente, que toda la virtualidad de la palabra se tornará en posesión del alma. Por la fe la palabra de Dios trasfigura al alma y la hace santa, justa, veraz, pacífica, libre y pletórica de bondad: un verdadero hijo de Dios, en definitiva, como dice san Juan 1: «A todos los que creen en su nombre les ha concedido la posibilidad de ser hijos de Dios».

De aquí se deduce sin dificultad alguna lo mucho de que es capaz la fe y cómo no admite comparación con ninguna obra. Porque ninguna de las buenas obras se adhiere a la palabra de Dios como lo hace la fe, ni puede encontrarse en el alma, dominio en el que sólo señorean la palabra y la fe. El alma será tal cual la palabra que la gobierna, exactamente igual que el hierro en fusión se torna incandescente como el fuego por su unión con éste. Ello nos deja ver que al cristiano le basta con la fe; no necesita obra alguna para ser justificado. Si no precisa de obras, ha de tener la seguridad de que está desligado de todos los preceptos y leyes; y si está desligado, indudablemente es libre. Esta es la libertad cristiana: la fe sola. No quiere decirse que con ello fomentemos nuestra haraganería o que se abra la puerta a las obras malas, sino que no son necesarias las buenas obras para conseguir la justificación y la salvación.

De ello hablaremos con más detenimiento.

  1. Con la fe sucede como sigue: quien cree a otro, cree en él porque le tiene por persona buena, veraz; este es el mayor honor que se puede rendir a otro, como, al contrario, la mayor injuria consiste en reputarle por vano, mentiroso y frívolo. De igual manera, cuando un alma cree con firmeza en la palabra de Dios, le está confesando veraz, bueno y justo, y con ello le está rindiendo el más alto honor que rendirle pueda. Porque por la certeza que tiene de su bondad y de la veracidad de todas sus palabras, le dignifica, le atribuye la justicia, honra su nombre, se entrega a su entera disposición. Y viceversa: no se puede infligir a Dios mayor injuria que la de no creerle, puesto que así el alma le está diciendo incapaz, mentiroso, fatuo; con tal incredulidad está renegando de él; se erige a sí mismo en ídolo que suplanta a Dios como si quisiera ser más sabio que él. Cuando Dios advierte que el alma confía en la sinceridad divina y le honra con esta fe, entonces él la honra a ella, la reputa por justa y veraz, como lo es en virtud de esta fe. Cuando se atribuye a Dios la verdad y la bondad, se está correspondiendo a la justicia y a la verdad, se está obrando en verdad y justicia, ya que la bondad tiene que confiarse a Dios. Y esto son incapaces de hacerlo los que no creen, por mucho que se empeñen en obrar bien.
  2. La fe no entraña sólo la grandeza de asimilar el alma a la palabra de Dios, de colmarla de todas sus gracias, de hacerla libre y dichosa, sino que también la une con Cristo como una esposa se une con su esposo. De este honor se sigue, como dice san Pablo, que Cristo y el alma se identifican en un mismo cuerpo; bienes, felicidad, desgracia y todas las cosas del uno y del otro se hacen comunes. Lo que pertenece a Cristo se hace propiedad del alma creyente; lo que posee el alma se hace pertenencia de Cristo. Como Cristo es dueño de todo bien y felicidad, también el alma es señora de ello, de la misma manera que Cristo se arroga a todas las debilidades y pecados que posee el alma.

Ved qué trueque y qué duelo tan maravillosos: Cristo es Dios y hombre; no conoció nunca el pecado, su justicia es insuperable, eterna y todopoderosa. Pues bien, por el anillo nupcial, es decir, por la fe, acepta como propios los pecados del alma creyente y actúa como si él mismo fuese quien los ha cometido. Los pecados se sumergen y desaparecen en él, porque mucho más fuerte que todos ellos es su justicia insuperable. Por las arras, es decir, por la fe se libera el alma de todos sus pecados y recibe la dote de la justicia eterna de su esposo Cristo. ¿No es estupendo este ajuar por el que el rico, noble y tan buen esposo Cristo acepta en matrimonio a esta pobre, despreciable, impía prostituta, la despoja de toda su malicia y la engalana con toda clase de bienes? No es posible que los pecados la condenen, puesto que Cristo ha cargado con ellos y los ha devorado. Cuenta, por tanto, con la justicia de su esposo, tan rica, que muy bien puede afrontar todos los pecados por más que permanezcan en ella. De esta realidad habla san Pablo: «Gracias sean dadas a Dios que nos ha concedido la victoria por Jesucristo; en ella ha sido devorada la muerte con el pecado».

  1. Ahí tienes el fundamento que permite atribuir a la fe la grandeza de que ella sola cumple la ley entera y hace justos sin necesidad del concurso de otras obras. Porque puedes percibir que sólo la fe cumple el primer mandamiento que ordena: «Debes honrar a Dios». No estarías justificado, no rendirías a Dios el honor debido, no cumplirías el primero de los mandamientos, aunque estuvieses lleno de buenas obras de los pies a la cabeza. Porque no se podría honrar a Dios como hay que hacerlo, si no se le reconoce como es en realidad, es decir, veraz, y bueno; ahora bien, tal reconocimiento no puede provenir de obra buena alguna, sino sólo de la fe que nace del corazón. Por eso, sólo ella constituye la justificación del hombre y el cumplimiento de todos los mandamientos, ya que quien cumple el primero y principal, fácilmente y con toda certeza cumplirá los demás. Las obras son cosa muerta, incapaces de honrar y alabar a Dios, aunque puedan realizarse con esta finalidad. Pero aquí nos estamos refiriendo a algo que, al contrario de las obras, no se hace, sino que es lo que las realiza, la pieza maestra que honra a Dios y ejecuta las obras: se trata de la fe del corazón, cabeza y sustancia de la justificación. Por eso es arriesgado y oscuro enseñar que los preceptos de Dios se cumplen a base de obras, cuando la realidad es que tal cumplimiento tiene que suceder por la fe, antes de que haga acto de presencia cualquier obra buena, consecuencia de este cumplimiento, como veremos.
  2. Para comprender mejor lo que poseemos en Cristo y lo estupendo que es la fe verdadera, recordemos que en el antiguo testamento -e incluso antes- Dios exigía y se reservaba los primogénitos machos, tanto de hombres como de animales. La primogenitura era muy preciada y entrañaba dos grandes privilegios en relación con los hijos restantes: el señorío y el sacerdocio -o la realeza y el sacerdocio-, de suerte que el hijo primogénito era un señor ante los restantes hermanos, y un sacerdote o papa ante Dios. En este tipo estaba prefigurado Jesucristo, el único y verdadero primogénito de Dios padre y de la virgen María. Él es, por tanto, rey y sacerdote. Pero en el orden espiritual, porque su reino no es de la tierra ni sobre lo terreno, sino que es rey de bienes espirituales como la verdad, la sabiduría. la paz, el gozo, la bienaventuranza, etc. (No obstante, no se excluyen los bienes temporales, ya que, aunque no se perciba visiblemente, le está sometido todo en el cielo, en la tierra y en los infiernos). De donde se deduce que su gobierno es espiritual e invisible.

Su sacerdocio, en consecuencia, no consiste en ceremonias externas y ornamentos -al contrario de lo que hacen los hombres- sino en lo espiritual e invisible: está intercediendo sin interrupción y ante Dios por los suyos, se ofrece a sí mismo en sacrificio y realiza todo lo que un buen sacerdote debe hacer. «Ruega por nosotros», como dice san Pablo (Rom 8), y nos instruye en lo íntimo de nuestro corazón, misiones ambas características del verdadero sacerdote, lo mismo que interceden y enseñan los sacerdotes humanos exteriores, terrenos.

  1. Comoquiera que Cristo disfruta de la primogenitura con el honor y dignidad consecuentes, hace partícipes de ello a todos sus cristianos que, de esta forma y en virtud de la fe, se tienen que convertir en reyes y sacerdotes con Cristo, como dice san Pedro (1a Pe 2): «Sois un reino sacerdotal y un sacerdocio real». Sucede, así, que el cristianismo, por la fe, se encumbra tanto sobre todas las cosas, que se torna en señor espiritual de todo. Nada puede estorbarle su bienaventuranza; al contrario, todo le tiene que estar sometido y todo tiene que cooperar a su salvación, como enseña san Pablo (Rom 8): «Todo interviene en beneficio de los que han sido llamados según su designio», llámese vida o muerte, pecado o justicia, bien o mal. Y en la primera carta a los Corintios, capítulo 3: «Todo es vuestro: vida o muerte, el presente o el futuro, etc.»

No quiere ello decir que nos constituyamos en dueños poderosos de las cosas corporales para dominarlas y para poseerlas como hacen los hombres aquí abajo. Todos tenemos que morir en el cuerpo, nadie puede escapar de la muerte. Este es el motivo de que también nosotros nos veamos precisados a soportar tantas cosas, como sucedió con Cristo y los santos. Y es que de lo que aquí se trata es de un señorío espiritual con dominio sobre las tribulaciones del cuerpo; o sea, que todas estas cosas revierten en la perfección de mi alma, y los sufrimientos, incluso la muerte, tienen que ayudarme y resultarme provechosos para mi salvación. Esto es una encumbrada, una honrosísima dignidad; un señorío todopoderoso, un reino espiritual. Si tengo fe, nada hay, por muy bueno o malo que sea, que no esté sometido a mi servicio. Además, no necesito de nada de ello; me basta mi fe. Fíjate qué estupenda libertad y qué poder éste de los cristianos.

  1. Y, por encima de lo anterior, somos sacerdotes. Es más importante que ser reyes, porque el sacerdocio nos confiere la dignidad de presentarnos ante Dios y de rogar por los demás. El presenciarse delante de Dios y el rogar son funciones exclusivas del sacerdocio. Cristo nos ha conseguido, por tanto, la posibilidad de comunicarnos y de pedir unos por los otros de forma espiritual, al igual que un sacerdote lo hace visiblemente por el pueblo. No obstante, el que no cree en Cristo no tiene nada a su servicio, es un siervo de todo, cualquier cosa le asustará. Su plegaria no es grata ni llega a la presencia de Dios.

¿Quién podrá hacerse idea de la honra y de la grandeza del cristiano? Por su realeza es señor de todo, por su sacerdocio está dotado de poder ante Dios. Dios hace caso de cuanto le pide y desea, como se dice en el salterio: «Dios hace la voluntad de los que le temen y escucha sus súplicas». Honor tal lo consigue el cristiano por la fe sólo, no por obras. Bien claro se ve por lo dicho cómo el cristiano está libre de todo, está sobre todas las cosas; por lo mismo no tiene precisión de recurrir al concurso de ninguna buena obra para su justificación y salvación: la fe se lo otorga todo sobreabundantemente. Si fuese tan necio como para pensar que puede conseguir la santidad, la libertad y la salvación por una obra buena, perdería la fe y todo lo demás; le pasaría exactamente igual que al perro que llevaba una tajada de carne en las fauces: quiso atrapar la carne que se reflejaba en el agua y se quedó sin la carne y sin su reflejo.

  1. Quizá preguntes: si todos somos sacerdotes, ¿qué diferencia existirá entre laicos y sacerdotes en la cristiandad? Respondo: se han deteriorado hasta tal punto hoy en día los términos de «sacerdote», «clérigo», «fraile» y similares, que se ha llegado al extremo injusto de aplicar algo propio de muchos sólo a esos pocos que se denominan «eclesiásticos». Ninguna distinción establece la sagrada Escritura, a no ser que a los iniciados y a los ordenados los llama ministros, siervos, ecónomos, es decir, ministros, siervos, dispensadores que tienen la obligación de predicar a Cristo, la fe y la libertad cristiana a los demás. Ahora bien, aunque todos seamos igualmente sacerdotes, no todos podemos servir, dispensar y predicar. Por eso dice san Pablo (1 Cor 4): «Queremos que se nos considere sólo como siervos de Cristo y dispensadores del evangelio». Pero en nuestros días esta función ha desembocado en un señorío, en un poder mundano, externo, tan fuerte y tremendo que ni equipararse puede a ninguna potestad civil, como si los laicos no fuesen cristianos. De esta forma ha desaparecido la comprensión de la gracia cristiana, de la libertad, de la fe, de cuanto Cristo nos ha donado, de Cristo mismo, y lo han suplantado por innumerables leyes humanas, por obras, tornándose en siervos de los hombres más viles de la tierra.
  2. De todo esto deducimos que no basta con predicar la vida y las acciones de Cristo a la manera de las historias y cronicones (por no decir nada de los que ni aluden a ello por dedicarse a la predicación de cánones y leyes humanas). Otros muchos predican y leen a Cristo para suscitar compasión, y así se enfadan con los judíos o se entregan a actitudes más pueriles aún. A Cristo hay que predicarle con la finalidad primordial de aumentar y conservar tu fe y la mía en él. El acrecentamiento y conservación de la fe se logra cuando se me explica el motivo de la venida de Cristo y la manera en que puedo utilizar y disfrutar lo que me ha traído. Esto es lo que sucede cuando se expone honradamente la libertad cristiana de que gracias a él gozamos; cuando se nos enseña que somos reyes y sacerdotes, que somos señores de todas las cosas y que resulta agradable a Dios cuanto hacemos, en conformidad con lo anteriormente expuesto.

Cuando un corazón escucha a Cristo en ese estilo, exultará de alegría en lo más hondo, se sentirá consolado, percibirá la dulzura de retornar al amor de Cristo. Nadie podrá conseguirlo a base de leyes ni de obras. ¿Quién osará apenar y asustar a un corazón con estos sentimientos? Si le asalta el temor de los pecados y de la muerte, estará pronto para creer que la justificación de Cristo es suya y que sus pecados no le pertenecen a él sino a Cristo. Como queda explicado, los pecados desaparecerán en fuerza de esta fe en la justificación de Cristo, y el corazón sabrá desafiar a la muerte y al pecado con el apóstol: «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde, muerte, tu aguijón? Tu aguijón es el pecado. Demos gracias a Dios, que nos ha concedido la victoria por Jesucristo nuestro señor. La muerte ha sido engullida en su victoria, etc.».

  1. Baste con lo dicho acerca del hombre interior, de su libertad y -lo más importante- de su justificación, justificación que no necesita el recurso de ley ni buenas obras de ninguna clase; es más, éstas lo único que harían sería perjudicar a quien pretendiese justificarse por ellas. Llegamos a la segunda parte: la referente al hombre exterior. Quisiera adelantar una respuesta a los que se escandalizan de lo que queda dicho y objetan: «muy bien, si la fe lo es todo y ella sola basta para la justificación, ¿a qué viene el precepto de obrar bien? Abandonémonos a algo tan estupendo y no hagamos nada». No, amigo mío, que no se trata de eso. Estaría muy bien si fueses sólo hombre interior, si te hubieses transformado en un ser puramente espiritual e interno, lo cual no sucederá hasta el día postrero. Aquí abajo se comienza, se adelanta lo que sólo en la otra vida se consumará. Por eso el apóstol lo llama «primicias del espíritu», es decir, los primeros frutos del espíritu. A esto se refiere lo que queda dicho más arriba: «El cristiano es un siervo al servicio de todo y a todos sometido». O sea, que en la medida en que es libre, el cristiano no tiene precisión de las obras; en cuanto siervo, está obligado a hacer todo lo posible. Veamos cómo se concilia lo enunciado.
  2. Es cierto que el hombre, en el aspecto interior espiritual, se halla suficientemente justificado en virtud de la fe y posee todo lo que necesita, lo que no quiere decir que la propia fe y estos bienes no tengan que ir creciendo hasta la otra vida. Sin embargo, mientras permanezca en ésta terrena, se ve obligado a gobernar su propio cuerpo y al trato con los demás. Entonces es cuando intervienen las obras; aquí no cabe la ociosidad. Realmente se necesita ejercitar el cuerpo con ayunos, vigilias, trabajos y con toda clase de moderada disciplina, para que se someta y se conforme al hombre interior y a la fe y para que no los estorbe ni se oponga a ellos, que es lo que hace cuando no se le modera. Porque el hombre interior está unido a Dios, alegre y gozoso gracias a Cristo que ha obrado cosas tan estupendas en él, y su mayor contento estribaría en servir a Dios gratuitamente y en la libertad del amor. Ahora bien, en su carne se encuentra con una voluntad rebelde que aspira a servir al mundo y a seguir sus apetitos. Esto no lo puede sufrir la fe, que se abalanza con ardor sobre ello para reprimirlo y estorbarlo. Es lo que dice san Pablo en Romanos (cap. 7): «Me complazco en la ley de Dios según mi hombre interior, pero encuentro otra voluntad en mi carne que quiere esclavizarme al pecado»; «disciplino mi cuerpo y lo reduzco a la obediencia, no vaya a ser que yo, que predico a los demás, me descalifique a mí mismo». Y en Gálatas (cap. 5): «Los que son de Cristo crucifican su carne junto con sus malas pasiones».
  3. Estas buenas obras, sin embargo, no deben realizarse con la idea de que gracias a ellas se va a justificar el hombre ante Dios; tal creencia no puede compadecerse con la fe, lo único que es y que debe ser justo a los ojos de Dios. Estas obras tienen que hacerse sólo con la finalidad de lograr la obediencia del cuerpo para purificarle de sus apetencias desordenadas y para que dirija su atención a las tendencias malas y exclusivamente a su eliminación. Porque el alma, una vez que ha sido purificada por la fe y que ama a Dios, desearía gustosamente que todas las cosas, y en primer lugar su propio cuerpo, fuesen también puras y que todo el mundo amara y glorificara con ella a Dios. Sucede así que el hombre no puede andar ocioso a causa de su propio cuerpo y que para someterle tiene que entregarse al ejercicio de muchas obras buenas. Pero no son estas el bien verdadero que le santifica y justifica ante Dios, sino que las ejecuta libremente, con amor desinteresado, para agradarle. No busca ni mira más que el agradar a Dios, cuya voluntad desearía cumplir de la mejor forma posible. Cada uno puede así determinar la mesura y discreción que ha de usar en la disciplina del cuerpo: ayunará, velará, trabajará todo lo que juzgue necesario para que el cuerpo reprima su malicia. Pero los otros -los que pretenden justificarse a base de obras- desatienden la disciplina para fijarse únicamente en las obras. Se sienten satisfechos cuando hacen muchas y bien, y se creen que ello los justifica; llegan en ocasiones hasta a perder el seso y a destruir sus cuerpos. Es una locura mayúscula, es desconocer la vida cristiana y de la fe el empeño en justificarse y salvarse a base de obras, prescindiendo de la fe.
  4. Ofrezcamos algunos ejemplos a este propósito. Las obras de un cristiano que ha sido justificado y santificado graciosamente por su fe en la sola gracia de Dios tienen que ser contempladas como si fuesen las de Adán y Eva en el paraíso. Se dice en el Génesis (cap. 2) que después de crearle, colocó Dios al hombre en el paraíso para que lo cultivase y guardase. Dios había creado a Adán del todo justo, sin pecado, y no necesitaba su trabajo y su custodia para santificarse y justificarse. Mas, para que no estuviese ocioso le confió Dios algo que hacer: plantar, cultivar y guardar el paraíso. Eran obras totalmente libres y realizadas con la finalidad exclusiva de agradar a Dios, no para lograr una justificación que ya poseía y que se nos habría infundido también a nosotros en estado natural. Lo mismo sucede con el creyente, colocado de nuevo en el paraíso y creado otra vez por su fe: no necesita las obras para justificarse; las tiene que hacer para no estar ocioso, para tener su cuerpo en forma y para conservarse, con la intención única de agradar a Dios. Sucede también lo mismo que con un obispo consagrado. No se hace obispo porque consagre un templo, confirme o realice funciones de su ministerio; si antes no hubiere sido consagrado, nada de esto tendría valor y no pasaría de una pura farsa. Pues, de igual forma, el cristiano, que ha sido consagrado por la fe, realiza obras buenas, pero no por ellas se aumenta ni se perfecciona su consagración cristiana -cosa que es función exclusiva del incremento de la fe-; es más, si antes no creyese ni fuese cristiano, sus obras no tendrían valor alguno, no trascenderían de ser pecados necios, punibles y condenables.
  5. De ahí la exactitud de estas dos sentencias: «No hacen bueno y justo a un hombre las obras buenas y justas, sino que es el hombre bueno y justo el que hace obras buenas y justas»; «Malas acciones no hacen nunca malo a un hombre, es el hombre malvado el que realiza obras malas». Lo primero que, por tanto, se requiere, la condición previa para las buenas obras, es que la persona sea buena y justa; después llegarán las buenas obras que han de salir de una persona justa y buena. Es lo que dice Cristo: «

Un árbol malo no produce buenos frutos; un árbol bueno no da frutos malos». Es evidente que los frutos no soportan al árbol y que los árboles no crecen en los frutos, sino todo lo contrario: son los árboles los que llevan el fruto y los frutos los que crecen en los árboles. Bien, pues, así como los árboles tienen que existir antes que los frutos y éstos no hacen malos o buenos a los árboles, sino que son los árboles los que producen a los frutos, de la misma manera el hombre tiene que ser personalmente bueno o malo antes de hacer obras buenas o malas. Sus acciones no le trasforman en bueno o malo, sino que es él el que hace obras buenas o malas.

Es lo mismo que observamos en todos los oficios: no hace bueno o malo al carpintero una cosa buena o mala; es el carpintero, bueno o malo, el que ejecuta una obra buena o mala. No es la obra la que conforma al maestro, sino que la obra será cual sea el maestro. Así sucede con las acciones del hombre: su bondad o malicia depende de que las realice con fe o sin ella, pero no al revés: su justificación y su fe no dependen de cómo sean sus obras. Estas no justifican, de igual manera que no confieren la fe. Pero la fe, de la misma forma que justifica, es la que hace buenas obras. Puesto que las obras a nadie justifican y el hombre tiene que estar justificado antes de realizarlas, resulta evidente que sólo la fe que procede de la pura gracia por Cristo y su palabra es la que justifica suficientemente a la persona y la salva; que el cristiano no necesita para su salvación de ninguna obra, de ningún mandamiento, sino que está liberado de todos los preceptos. Por esta libertad pura hace gratuitamente todo cuanto realiza, no buscando en ello su utilidad o su salvación -ya que su fe y la gracia de Dios le han saciado y salvado-, sino sólo el agrado divino.

  1. Por otra parte, de nada aprovecharán las buenas obras para la justificación y salvación del que no tiene fe. Ni las obras malas lo tornarán en hombre malo y condenado, sino que será la incredulidad, que malicia a la persona y al árbol, la que hará obras malas y reprobadas. Por este motivo, el comienzo de la bondad o de la maldad de alguien no radica en las obras sino en la fe, en consonancia con el dicho del sabio: «El comienzo de todos los pecados está en apartarse y desconfiar de Dios». También Cristo enseña que no hay que empezar por las obras al decir «o hacéis al árbol bueno, y entonces serán buenos sus frutos, o le hacéis malo y malos serán sus frutos». Como si afirmase que el que quiera tener buenos frutos debe comenzar antes por el árbol y plantarlo bien; que quien desee hacer buenas obras no debe comenzar por ellas sino por la persona, que es quien tiene que hacerlas. Ahora bien, nada que no sea la fe hace buena a la persona y sólo la incredulidad la malicia.

Hay una cosa cierta: las obras son las que hacen a alguien bueno o malo a los ojos de los hombres; es decir, manifiestan al que es bueno o malo, como dice Cristo: «Por sus frutos los conoceréis». Pero esto se reduce a lo externo, a la apariencia que engaña a tantos que andan enseñando la forma de hacer buenas obras y de justificarse, y sin embargo no aluden para nada a la fe. Caminan como un ciego que guía a otro ciego, se atormentan con tantas obras, pero sin llegar nunca a la verdadera justificación. A estos se refiere san Pablo al decir (2 Tim 3): «Tienen la apariencia de piedad, pero están privados de lo fundamental; andan enseñando siempre, pero nunca llegan al conocimiento de la verdadera piedad».

Quien no quiera caer con esos ciegos tendrá que trascender de las obras, de la ley o de la doctrina de las obras. Tiene que fijarse ante todo en la forma de justificarse la persona; y la persona se justifica y salva no a base de preceptos y obras, sino por la palabra de Dios, es decir, por la promesa de su gracia, y por la fe. En eso consiste la gloria divina: en salvarnos graciosamente por su palabra de gracia, por su pura misericordia y no por obras nuestras.

  1. Por lo antedicho se comprende con facilidad el criterio para reprobar o admitir las obras buenas y la manera de entender las doctrinas que hablan de estas buenas obras. Si se incluye la cláusula absurda de que por ellas intentamos justificarnos y salvarnos, esas doctrinas no son buenas, hay que rechazarlas en su totalidad; atentan contra la libertad y ofenden a la gracia de Dios que es la única que por la fe justifica y salva. Esto no lo pueden realizar las obras, y el intento de hacerlo es una ofensa contra la obra y la gloria de la gracia de Dios. Si rechazamos las buenas obras, no lo hacemos por ellas mismas; es en razón de esa cláusula indigna y de la opinión errada y perversa que siembra. Esto hace que parezcan como buenas cuando en realidad no lo son; tales doctrinas se engañan a sí mismas y seducen a los demás, exactamente igual que los lobos rapaces disfrazados de ovejas. Cuando no hay fe resulta insuperable esta cláusula maliciosa y esta idea perversa; permanecerá en estos «santos de obras» hasta que sobrevenga la fe y la destruya. La naturaleza por sí misma no puede extirparla, ni siquiera desenmascararla; es más, la tendrá como algo precioso y salvador. Esta es la causa de que tanta gente se vea seducida por ella.

Por eso, aunque esté muy bien escribir y predicar sobre el arrepentimiento, la confesión y la satisfacción, si no se llega a la fe, no cabrá duda de que se trata de doctrinas sencillamente diabólicas y seductoras. No hay que predicar sólo un aspecto de la palabra de Dios, sino ambos. Se tiene que predicar la ley para que, atemorizados los pecadores y descubiertos los pecados, se llegue al arrepentimiento y a la conversión. Pero no hay que limitarse a eso; hay que predicar también la otra parte de la palabra de Dios, la promesa de la gracia, la doctrina de la fe, sin la cual resultan inútiles los preceptos, el arrepentimiento y todo lo demás. Existen todavía predicadores del arrepentimiento y de la gracia, pero que exponen la ley y las promesas de Dios de tal manera, que no enseñan de dónde proceden y cómo se llega al arrepentimiento y a la gracia. Porque el arrepentimiento fluye de la ley, la fe nace de las promesas divinas, y por la fe en la palabra de Dios se justifica y se consuela el hombre, después que por el temor de Dios se haya humillado y haya conseguido el conocimiento propio.

  1. Baste con lo dicho acerca de las obras en general, y en particular acerca de las obras con que un cristiano tiene que ejercitar su propio cuerpo. Tratemos ahora de las que hay que realizar en relación con los demás. El hombre no vive encerrado en su cuerpo; está condicionado además por los restantes hombres de este mundo. Este es el motivo de que no le esté permitido presentarse vacío de obras ante los demás, y aunque ninguna de ellas le resulte necesaria en orden a la justificación y salvación, se ve forzado a hablar, a actuar con los otros. Por eso, su única y libre pretensión en todas las obras será la de servir y ser provechoso a los demás; las necesidades del prójimo es lo único que ha de tener en cuenta. Esta sí que es una auténtica vida cristiana, puesto que la fe actúa con complacencia y amor, a tenor de lo que san Pablo enseña a los Gálatas. Y en los Filipenses nos encontramos con que después de haberles dicho cómo toda la gracia y toda la riqueza que tenían la habían recibido gracias a su fe en Cristo, prosigue: «Por todo el consuelo que poseéis en Cristo, por el estímulo del amor que os tengo, por la comunión espiritual que tenéis con todos los cristianos buenos, os recomiendo que colméis el gozo de mi corazón siendo todos de un mismo sentir, amándoos los unos a los otros, sirviéndoos mutuamente sin fijarse en uno mismo o en lo suyo sino en los demás y en sus necesidades».

Fíjate bien en la claridad con que programa aquí Pablo la vida cristiana: todas las obras tienen que orientarse al beneficio de los demás, por la sencilla razón de que a uno mismo le basta y le sobra con su fe. De esta forma, todas las obras restantes, toda la vida le quedan para servir con la libertad del amor al prójimo. Para confirmarlo aduce el ejemplo de Cristo y dice: «Tened los mismos sentimientos que veis tuvo Cristo, el cual, a pesar de que era de condición divina, de que poseía todo lo requerido para sí mismo de que su vida, sus obras y sus padecimientos no le eran necesarios para justificarse y salvarse, se despojó de todo, adoptó la condición de siervo, todo lo hizo y padeció por nuestro bien; de esta suerte, el que era totalmente libre, se sometió a la servidumbre por causa nuestra».

  1. Así, al ejemplo de Cristo, su cabeza, el cristiano tiene que sentirse totalmente satisfecho con su fe y entregarse al aumento constante de la misma. En ella consiste su vida, su justificación, su salvación; la fe es quien le entrega cuanto Cristo y Dios tienen, como hemos dicho más arriba y lo confirma san Pablo en Gál 1: «La vida que vivo en el cuerpo la vivo en la fe de Cristo, el hijo de Dios». Y aunque el cristiano sea un hombre libre del todo, es necesario, sin embargo, que se convierta en siervo para ayudar al prójimo; que le trate y se comporte con él como lo ha hecho Dios por medio de Cristo. Y hacerlo todo gratuitamente, sin buscar otra cosa que el agrado divino. «Dios, pensará el cristiano, me ha enriquecido a mí, hombre indigno y condenado, sin mérito ni dignidad por mi parte, de forma gratuita y por pura misericordia, con riqueza pletórica, con la justificación y la salvación, por y en Cristo, con tal plenitud que ya no necesitaré en adelante nada más que creer que así ha sucedido. ¿Cómo no voy a intentar agradar libre, alegre y gratuitamente a un padre que me ha colmado de tan incontables riquezas? Me comportaré de forma cristiana con mi prójimo, al igual que Cristo lo ha hecho conmigo; no haré más que lo que prevea necesario, útil y saludable a los demás, porque a mí me basta con poseer todo en Cristo por mi fe». Ahí tienes cómo la fe es la fuente de la que brota la alegría y el amor hacia Dios, y del amor esa vida entregada libre, ansiosa y gozosamente al servicio incondicional del prójimo. Nuestro prójimo está en la indigencia y necesitado de lo que nosotros tenemos en abundancia, de la misma forma que nosotros hemos sido unos indigentes ante Dios y hemos necesitado su gracia. Por eso al igual que Dios nos ha socorrido graciosamente por Cristo, también nosotros tenemos que orientar nuestro cuerpo y sus obras únicamente hacia la ayuda del prójimo. ¡Qué encumbrada y noble es la vida del cristiano! Y, sin embargo, hoy día no sólo se deja sin resaltar, sino que se ignora y no se predica esta realidad.
  2. Leemos en Lucas (cap. 2) que la virgen María acudió como las demás mujeres al templo a las seis semanas para purificarse según la ley, aunque no estaba obligada a hacerlo, ya que, a diferencia de las otras, estaba pura. Sin embargo, se sometió a la ley por amor, para comportarse como todas y no menospreciar con su actitud a las mujeres restantes. Es la misma razón que llevó a san Pablo a permitir

la circuncisión de Timoteo, no porque fuese necesario hacerlo, sino para evitar el mal pensar de los judíos que andaban flojos en la fe. Pero no permitió que se circuncidara Tito, cuando advirtió que se le urgía la circuncisión como condición indispensable para la salvación. Cuando a los discípulos se les pidió el dinero del tributo, discutía Cristo con san Pedro (Mt 17) sobre si los hijos del rey no estarían exentos. Pedro respondió que sí; no obstante, le mandó que fuese al mar y le dijo: «Para no escandalizar vete y pesca el primer pez que encuentres; en su boca hallarás una pieza; paga con ella por ti y por mí» He aquí un bonito ejemplo que nos enseña cómo Cristo se denomina a sí mismo y llama a los suyos hijos libres del rey, de nada necesitados, y, sin embargo, se somete voluntariamente y paga el impuesto. Esta obra no le sirvió a Cristo ni le fue necesaria para su justificación y su salvación; tampoco les serán necesarias las suyas ni las demás a los cristianos para su salvación. Son realizadas, mejor, como una prestación voluntaria, por amor a los otros y para contribuir a su perfección.

Complacer a los demás y la moderación de su cuerpo debiera ser el sentido de todas las obras que realizan los sacerdotes, los conventos, los monasterios, y el fin exclusivo de cada una de las acciones de su estado y de su profesión. Con ellas debieran ofrecer un ejemplo a imitar por los demás, puesto que también los otros tienen la necesidad de controlar sus cuerpos a base de disciplinas. No obstante, hay que andar siempre con cuidado para evitar la pretensión de justificarse y salvarse por su medio, cosa que consigue sólo la fe. En esta misma línea prescribe san Pablo (Rom 13 y Tit 3) el sometimiento y la disposición de los cristianos a la autoridad secular. No quiere decir que con ello se vayan a justificar, sino que tienen que estar al servicio de los demás y de la autoridad, cumpliendo su voluntad en libertad y en amor. Quien les infunda este sentido puede fácilmente avenirse con todos esos incontables preceptos y leyes del papa, de los obispos, de los conventos, de los monasterios, de los príncipes y de los señores que algunos insensatos se empeñan en urgir como necesarios para la salvación y los llaman injustamente mandamientos de la iglesia. La forma de pensar de un cristiano liberado es la siguiente: «Deseo ayunar, orar, cumplir este precepto y el de más allá, pero no porque lo necesite para lograr la justicia y la salvación, sino porque con ello quiero dar ejemplo y rendir un servicio a la comunidad o a mi hermano por amor al Señor, haciendo esto y padeciéndolo al igual que Cristo hizo y padeció tanto más por mi causa necesitándolo mucho menos. No me importa que los tiranos cometan una injusticia al exigirlo, mientras no se oponga a Dios».

  1. Lo antedicho capacita para que cada uno pueda juzgar y distinguir entre las obras y los preceptos, entre los prelados ciegos o insensatos y entre los santos. Porque cualquier obra que no se dirija a servir a los demás o a mortificar su voluntad -doy por supuesto que no se exija nada contra Dios– no será una buena obra realmente cristiana. Esto es lo que hace recelar que sean cristianos escasos monasterios, iglesias, conventos, altares, misas, fundaciones, ayunos y las plegarias que se dirigen principalmente a santos determinados. Y es que me temo que en todo ello se busca sólo el propio interés, al creer que es un medio de penitencia por los pecados y de salvación. Todo procede de la ignorancia que existe en torno a la fe, en torno a la libertad cristiana, y de que algunos prelados ciegos empujan a estas cosas al alabarlas y enriquecerlas con indulgencias, sin preocuparse jamás de enseñar la fe.

Mi consejo es que, si deseas hacer alguna fundación, rezar, ayunar, te guardes de hacerlo con la idea de beneficiarte a ti mismo; dalo gratuitamente y en beneficio de los demás, para que los otros puedan disfrutarlo. Así serás un cristiano auténtico. Porque ¿de qué te servirán tus bienes, esas buenas obras, sobrantes en realidad, para gobernar y abastecer tu cuerpo, cuando dispones de cuanto necesitas en la fe, en la que Dios te ha otorgado todas las cosas? Mira: los bienes divinos se derraman de tal forma del uno al otro, se hacen tan comunes, que todos tienen que mirar al prójimo como si de uno mismo se tratase.

De Cristo nos fluyen a nosotros; nos ha adoptado en su vida como si él hubiese sido lo que nosotros somos. De nosotros se derraman hacia los que los necesitan, de tal manera que yo tengo que presentar ante Dios también mi fe y mi justificación por mis prójimos y para cubrir sus pecados, para aceptarlos sobre mí como si fueran los míos propios, justamente como Cristo hizo con todos nosotros. Esta es la naturaleza del amor cuando es auténtico; es auténtico cuando la fe es verdadera. Por eso el apóstol (1 Cor 13) cifra la propiedad del amor en que no busque su interés sino el de los demás.

  1. De todo lo dicho se concluye que un cristiano no vive en sí mismo; vive en Cristo y en su prójimo: en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe se eleva sobre sí mismo hacia Dios, por el amor desciende por debajo de él mismo, pero permaneciendo siempre en Dios y en el amor divino, como dice Cristo (Jn 1): «Veréis el cielo abierto y a los ángeles que suben y bajan sobre el hijo del hombre». Esta es la libertad auténticamente espiritual y cristiana: la que libera al corazón de todos los pecados, leyes y preceptos; está por encima de cualquier otra libertad, como lo está el cielo sobre la tierra. ¡Que Dios nos conceda su comprensión y su conservación! Amén.